sábado, 17 de mayo de 2008

El último caballero



Parece que si, que ahora si... Parece que ya empieza a venir el buen tiempo, mas o menos. Y yo no se si es eso de que "la primavera la sangre altera" o que lo que realmente nos motiva es el sol que ya calienta mas y los días que son mucho mas largos. Lo que si es verdad es que apetece estar fuera de casa, disfrutar de la claridad de los días, perderte entre la gente que pasea o va a sus cosas. Es genial.

Ayer fue un día estupendo y eso que, casi todo el día, estuvimos sin agua. Vino mi hijo mayor a comer conmigo a mi casa. Está trabajando por esta zona y aprovechó la oportunidad. Como no había agua, pues no pude preparar la comida, con lo cual llamamos a un chino (se entiende que a un restaurante chino, claro, porque a un chino solo pues como que no nos solucionaba nada) y mucho mejor, sobre todo para mí, claro, que no tuve que hacer nada. El agua volvió el tiempo justo para prepararle un café a mi hijo y luego se volvió a ir; los dos, mi hijo y el agua.

Atendí a dos clientas que repetían consulta. Me lo pasé bien con ellas, sobre todo con la primera, una chica joven, encantadora y simpatiquísima. Como no tenía previsto que viniera mas gente, decidí salir y de paso mirar una mesa camilla pequeña, de 60 cm., porque a la gente que viene los tengo sentados en el sofá y hay que reconocer que de cómodo no tiene nada, ni siquiera para mí para echar las cartas, que acabo con la espalda hecha un fiasco.

Bajé despacio, sin prisas, para no forzar la dichosa pierna. Me paré en casi todos los escaparates (y mira que hay escaparates, eh!!), me senté un rato en una plaza que hay cerca con unos hermosísimos árboles ya centenarios (¿sabéis de mi pasión por los árboles?) y seguí caminando. El primer sitio a donde iba a mirar lo de la mesa ya no existía; me lo imaginaba, porque ya era un comercio que recuerdo desde pequeña, pero no deja de darme un poco de tristeza cuando van desapareciendo; alegraba mucho la acera, con su exposición de sillas, mesas, cestas y cestones de todos los tamaños y todo en mimbre y madera sin barnizar. Fui al segundo comercio que recordaba y ya con miedo, porque hacía unas semanas que al pasar en el autobús me había fijado que liquidaban por cierre; también de toda la vida. Pero éste aún estaba abierto. Me encantan estos comercios tan antiguos; te pierdes entre todos sus cachibaches y puedes encontrar cosas maravillosas y que ya no hay en otros sitios. Escogí mi mesa, comprobé que estaba bien firme en el suelo, pagué (estuvimos un rato discutiendo amigablemente el precio) y la dejé separada para que el lunes o martes la recoja mi hijo y me la traiga.

Dudé unos instantes entre coger el autobús para volver a casa o subir andando. Opté por lo segundo, me encontraba con fuerzas para hacerlo (mas que con fuerzas, con menos dolor que otros días) y despacio otra vez me volví otra vez a casa, mirando otra vez los mismos escaparates y volviéndome a sentar en la misma plaza, aunque un rato mas largo, porque había un montón de mamás con niños pequeños y era un placer verlos jugar. Cuando ya había decidido irme, se sentó a mi lado un señor muy mayor, realmente un anciano, con su abundante pelo totalmente como la nieve y, como la nieve, brillando al sol. Tenía un no se qué especial en toda su persona y decidí quedarme un rato mas. Y al minuto ya estábamos hablando. Tenía cerca de 90 años, me dijo, y yo me quedé pasmada, ¡había tanta vida en aquellos ojos! Me contó cosas de A Coruña de las que ni siquiera había oído hablar nunca; del mercado de S.Agustín, que durante la guerra civil lo usaron primero como cárcel y luego como hospital; de cuando las mujeres iban a lavar la ropa al río que pasaba por la Gaiteira y que yo ya recuerdo siempre canalizado bajo tierra.... Un montón de cosas. Y no me cansaba de preguntarle y él de contarme... Así hasta que el sol empezó a irse y el fresquito ya se empezaba a notar. Los dos nos levantamos para irnos y me despedí de él dándole la mano y él correspondió a la antigua usanza, como un caballero se despedía de una dama, cogiendo suavemente mi mano e inclinando la cabeza con un amago de besarla. "Señora, un placer...". Me encantó. En ese momento casi me parecía que tenía puesto un ligero sombrero con unas pequeñas cintas cayendo hacia atrás, un vestido largo con polisón, un pequeño bolsito de mano y unos guantes de encaje.... Os aseguro que fue una sensación preciosa y, por un instante, mientras iba caminando, tuve el deseo de poder recoger mi vestido para bajar la acera (yo, que iba de vaqueros!!)... Me sonreí a mi misma, allí parada antes de cruzar e imaginando que lo que pasaba delante de mi no eran rápidos coches, sino calesas tiradas por caballos..........

Volví tranquilamente a casa, recordando todo lo escuchado y, sobre todo, escuchando todavía la educadísima voz de aquél hombre del que ni siquiera se el nombre. Evocaba y contaba, pero sin nostalgia, con un refinamiento en el tono y en las maneras que cautivaba, impecablemente vestido con su traje oscuro de invierno, su camisa blanca, su corbata, su bastón de puño de plata y unos zapatos negros en los que podías verte reflejada (¡qué importa que las rayas del pantalón brillaran demasiado y que el cuello de la camisa estuviera algo gastado!)....

Me dormí viviendo en otra época y escuchando la voz de ese caballero de nombre desconocido, quizás el último caballero de épocas pasadas....